Sábados y Domingos // Museo del carnaval

Sábados y Domingos // Museo del carnaval
Julio y Agosto 2011

reservas e información 29165493 // lula.lagisquet@gmail.com

jueves, 11 de agosto de 2011

Video de la obra, tomado por Guillermo Wood

Crítica de Leonardo Flamia (Voces del Frente)

Chau inocencia

Lo primero que parece re­sultar importante para analizar Adiós, niño bo­nito son los límites, ver cómo nos posicionamos con respecto a los varios límites no tan fáci­les de identificar que hay en la obra va a condicionar nuestra lectura de la misma. Hay al in­terior de la obra un límite cla­ro entre el afuera, sea lo que sea, y el lugar en que se en­cuentran los personajes, ese cabaret o circo en que a su vez se va a representar un espectá­culo. “Esto no forma parte del otro lado” dice en un momen­to el Hombre, “Bueno, por fin se dio cuenta”, le contesta Lutz, el maniquí anfitrión. “Hambre hay afuera, no acá” había di­cho antes ese Hombre genérico que justamente parece ser un puente entre el afuera y ese lu­gar al que ha llegado buscando respuestas.

Estamos adentro entonces, un grupo de artistas deformes, “freaks”, van a representar una obra, el título es sugestivo, “La vida tal como la vemos”. ¿Tea­tro dentro del teatro? Eso se­ría lo más obvio, y es una po­sibilidad leyendo el texto, pero aquí Luciana Lagisquet toma una decisión que nos hace más difícil la tarea, pues nosotros estamos también allí dentro, prácticamente ocupando un “lugar” muy similar al de ese Hombre en busca de respues­tas, que se sienta junto a Lutz entre nosotros a ver, tratando de entender además, esa visión de la vida de los freaks, freaks que en tono de sorna expresan “una intervención extradiegéti­ca” cuando el Hombre se diri­ge a ellos. Ocupamos entonces el mismo lugar que el Hombre, estamos en esa zona, y por su­puesto que también somos pú­blico, y desde ese lugar sí esta­ríamos más claramente viendo teatro dentro del teatro, y ese doble lugar en el que nos colo­ca Lagisquet no parece ser gra­tuito. Y es que quizá el espec­tador en el teatro viendo las cosas desde un solo lugar sea alguien privilegiado, esa du­plicidad en las que nos coloca la directora aquí parece acer­carnos muchos más a la “rea­lidad”. Y vamos a tener que participar activamente para decidir desde que lugar vamos a estar viendo las cosas.

“Cuando se rompió el espejo, nos perdimos”, comenta Lutz poco después de la llegada del Hombre, más adelante agre­gará “Me miro en el espejo y compruebo que ese que está allí soy yo. Si el espejo se rom­pe, no me veo más. Si el es­pejo se parte en mil pedazos, ¿quién soy?”.

Lutz no tiene respuestas para dar, ni siquiera sabe quien es, quizá su única ventaja es tener su lugar, quizá no lo sea, pero es interesante como esos planteos textuales de la autora, la directora los va a ir complementando para que también el espectáculo se fragmente, y la representación misma tome la forma de lo que desea representar.

¿Y cómo es la vida tal como la ven aquellos personajes defor­mes? Más o menos como son esos personajes, Lorena bus­ca saber quién es, mientras que Hernani le advierte que esa búsqueda significó la des­aparición y muerte de sus pa­dres. Curcio y Calcio podrían definirse ambos a partir de las palabras de Curcio “Somos mí­seros, no tenemos nada para decir. Nadie nos escucha, no le importamos a nadie.” Aquí es donde podemos encontrar ecos de nuestro pasado de tor­turas y desapariciones y actua­lidad de impunidades. Esto se refuerza por los comentarios sobre la “obra” que hacen Lutz y el Hombre, pero nuevamente los límites se reajustan y en un momento el Hombre es forza­do a formar parte de la repre­sentación de los freaks, y pasa­rá de defender una “inocencia” genérica ante cualquier tipo de acusación a involucrarse con una visión que ha cola­borado en la creación de esas criaturas deformes, expulsadas o suprimidas.

La bestialidad de la conducta puede cambiar de dirección también, y las vícti­mas convertirse en victimarios ¿Justicia o venganza? El lugar del Hombre también era el nuestro en la formulación de Lagisquet ¿Nos obliga a mirar­nos allí? Quizá, quizá no, el es­pejo de todas formas está roto como antes ya se había dicho, pero el planteo nos sigue invi­tando a movernos, a participar activamente en la lectura del espectáculo.

La laberíntica escenografía de Edu Cardozo nos impide una visión cómoda durante gran parte de la obra, la mirada siempre es parcial parece decir­nos, y cuando se resuelve esto sigue activando al espectador ese doble lugar en el que se encuentra. El vestuario y el ma­quillaje, a cargo Erika del Pino y Paula Martell, complementan el trabajo de un elenco parejo, en el que se destaca Domingo Milessi construyendo a ese ma­niquí con casi imperceptibles momentos de “humanidad” logrando pasajes de excelencia.

Uno puede formarse una inter­pretación de esta obra, pero lo que más interesa en realidad son las interrogantes que pue­dan surgir, máxime cuando he­mos ocupado durante la obra el lugar de un personaje que quería respuestas pero que no atinaba a formular ninguna pregunta. Y cabe puntualizar que ese “espejo roto” no pare­ce vincularse tan directamente a ese “licuarse” de la realidad ante las infinitas miradas que puedan dar cuenta de ella, una de las características del discur­so de la posmodernidad.

Quie­nes quedamos en el medio de Solari y Lagisquet, quienes fuimos adolescentes y apenas jóvenes durante los noventas, luego de la caída de los gran­des “metarelatos” y no eructá­bamos satisfechos después de “asado con las rojas carnes del fracaso de octubre” como de­cía Enrique Symns, a veces sen­timos un rechazo a priori ante aquel discurso relativista abso­luto, porque en realidad no lo era, porque en realidad siem­pre nos quiso imponer una úni­ca manera de ver la realidad, la que había matado a la historia y nos dejaba sin chance de se­guir haciéndola. Pero no es el caso de esta obra, que busca el compromiso del espectador con una mirada propia, que dé cuenta de las consecuen­cias que tenga para él, que no le dice cómo ver, sino que le dice que busque su manera de ver, que no es ni imparcial ni inocente. Lagisquet particu­larmente es una directora que parece ser muy conciente de una mirada generacional, que combate a los anacrónicos que le quieren imponer su manera de ver, pero que tampoco par­ticipa de aquel relativismo que nos licuaba pero nos dejaba siempre en el mismo envase. Hay un compromiso y una bús­queda, que no impone pero que sí puede incomodar.

Es difícil recomendar un espec­táculo de este tipo, hay que estar dispuesto a participar ac­tivamente para disfrutarlo, lo que sí podemos decir es que uno se quedó con ganas de verlo varias veces más.

Adiós, niño bonito. Autora: Ana Solari. Dirección: Lucia­na Lagisquet. Elenco: Domin­go Milessi, Augusto Mazzarelli, Alejandra Artigalás, Leticia Ro­dríguez, Mauricio Chiessa, Emi­lio Gallardo.

Funciones: sábados 21:00, do­mingos 19:00. Museo del Car­naval (Rambla 25 de Agosto de 1825 Nº 218 esq. Maciel). Tel.: 2916 5493. Entradas: $ 230 (en venta en Red UTS)

miércoles, 3 de agosto de 2011

Crítica de Georgina Torello (la Diaria)

Cifrar para (no) decir - la diaria

Cifrar para (no) decir

Obra teatral y novela de Ana Solari abordan las secuelas de los traumas colectivos.

Un autómata engominado con convulsiones, un señor de saquito Burma que ronda los 60, una compañía teatral “monstruosa” que representa aquello que otros preferirían denunciar explícitamente: todo un artificio hamletiano para hacer emerger el horror de un atropello ya no individual sino social.

El autómata interpela al señor; el señor, un poco perdido, hace preguntas. El señor interpela a la compañía; la compañía, menos perdida, le devuelve preguntas. Una cadena de diálogos-interrogatorios aparentemente inconexos, a veces “poéticos”, de los que surgen intercaladas frases reconocibles: “Fuera del escenario están los cadáveres y los otros en el mar, con cemento”, “todavía se escuchan tiroteos”, “era claro que querían quedarse con mi jardín, mi cena, mi esposa”, “no tienen permiso para soñar”, “él es uno de ellos” (las citas son de memoria, naturalmente aproximadas). La tortura final y la explicación del título (el niño fue arrebatado a su madre al nacer) resuelven, si quedaban dudas, el “enigma” del principio impulsado, además, por la descripción abierta del espectáculo en los medios de prensa: “Un hombre bueno buscando respuestas. Del otro lado, un grupo de seres extraños, deformes, decadentes. Los bandos se desintegran, se multiplican, y la deformidad es contagiosa. Un hombre buscando respuestas, un hombre ¿bueno? buscando respuestas, la inocente excusa para empezar, aunque en el final, quizás nada resulte tan inocente”.

Con una estética que no se decide entre el circo rococó kitsch (el Roberto Suárez de los 90 vuelve como un fantasma 15 años más tarde) y el modelo “harapiento” del que El herrero y la muerte es quizá el ejemplo más sublime (aquí reaparece la ochentosa gesta de Rein-Curi), la puesta de Adiós, niño bonito que dirige Luciana Lagisquet en el Museo del Carnaval se coloca en un espacio reconocible, ya identificable, del panorama dilatado de la cartelera reciente. Para hablar de algo que se asemeja mucho a la tensión dictatorial, este texto de Ana Solari recurre a un lenguaje fragmentario en el que las frases citadas se pierden entre repeticiones (“la luna siempre es un asunto interesante”) y parlamentos superpuestos, por momentos ininteligibles, de varios actores: el conjunto sabe a ese “mensaje cifrado” que caracterizó, como operación resistente, buena parte de la producción escénica durante el período (y aquí estamos en los 70) y sobre la que la comunidad teatral aglutinó y contuvo, por obvias razones, a su público de la época. Cifrar para decir.

El área amplia del Museo del Carnaval en el que se mueven los actores permanece por mucho tiempo semioculta a los espectadores, sentados a los lados del rectángulo: la escena velada (la escenografía es de Edu Cardozo) acompaña el ocultamiento y, como tal, es quizá la metáfora más próxima a la forma dramática, a la textura elegida. Este artificio hace que varias escenas sean accesibles al público sólo a nivel auditivo (como si se estuviera en la habitación contigua) y que se vean exclusivamente aquellos cercanos (¿vuelta de tuerca a la relación entre cercanía y capacidad de entender el pasado, la historia, el conflicto del otro?). El tiempo prolongado de la velación provoca cierta inquietud (estamos acostumbrados a verlo todo) y da consistencia a las intenciones de develamiento progresivo mencionadas antes.

Pero si durante la dictadura el fragmento aludía a una totalidad de sentido (si eso fuera posible, pero esa discusión queda para otro momento) que la censura hacía imposible reproducir, hoy en día la suma de las partes se disuelve en collage, reformulaciones clónicas de lo conocido, reivindicaciones de lo lícito; el fragmento aparece sólo como fragmento, como fuga inconexa, como explosión de sentido que parece dejar poco en materia de sensaciones, memorias o reflexiones y genera, en último término, sólo un discurso violentamente vago. Cifrar para no decir.

Parte de nuestra última dramaturgia -y su puesta en escena en la que entra Adiós, niño bonito- parece no poder (o no querer) trabajar el pasado, el presente o el futuro sin recurrir a las frases recortadas y pegadas (quizá en emulación equívoca de la genialidad beckettiana), a un sinsentido consentido, a distopías, a lo sobrenatural, sea en forma de ángeles o de extraterrestres. En este caso es un maniquí (un excelente maniquí interpretado por Domingo Milesi, de una plasticidad seductora rara) la bisagra entre los bandos: el sesentón manso del principio y vehemente del final (interpretado por Augusto Mazzarelli) y los teatrantes muertos/fantasmas detenidos en una juventud resquebrajada y sórdida. Los antimodelos de esta tendencia serían, por poner ejemplos reconocibles y paradigmáticos quedándonos cómodamente en el sur, los esfuerzos de Marianella Morena, Ricardo Bartís, Mauricio Kartun, Rodrigo García o Guillermo Calderón, es decir, esas relecturas articuladas que ponen en tela de juicio taras y automatismos de la memoria o de la autopercepción en función del hoy.

El (des)encuentro generacional y la mirada sobre el pasado como problema es, sin duda, parte del último interés de Lagisquet (1986), explorado con buenos resultados desde su puesta de Un momento argentino, de Rafael Spregelburd, en abril de este año en El Galpón. La elección de Adiós, niño bonito, de la reconocida Solari (1957), se mueve en la misma dirección y activa (consciente o inconscientemente) de manera fuerte conflictos teatrales, extrateatrales y estilísticos latentes en nuestra escena.